CRISIS DE PARTICIPACIÓN
Norberto Bobbio afirmó que lo que diferenciaba a la democracia era que en ella, para tomar decisiones colectivas, se contaban las cabezas en vez de cortarlas. Hasta donde podemos avizorar los problemas políticos en el horizonte, no parece que entre los riesgos inmediatos de Chile esté que se vuelvan a cortar las cabezas para adoptar –o más bien para imponer- decisiones políticas. Un problema grave, en cambio, es el de que contamos pocas, y cada vez menos, cabezas para decidir colectivamente.
En las recientes elecciones municipales, de un universo electoral potencial de 12.000.000.- ciudadanos (entre los que no cuento a los que no residen en el país), más del 50% no participó o porque no se había inscrito en los registros electorales, o se abstuvo, mientras otro porcentaje concurrió a las urnas para anular su voto o no marcar preferencia alguna. La suma de no inscritos, abstencionistas y electores de nadie fue así más de la mitad del total de potenciales electores.
En el plebiscito de 1988, sólo un 12% de los mayores de 18 años se restó a optar por el sí o por el no. Esa cifra de quienes no emitieron votos válidos sobre el total de potenciales electores, subió al 15% en las elecciones presidenciales del año siguiente, al 27% en las municipales del 92, declinó al 21% y al 24% en las parlamentarias del 93, para volver a crecer a casi un 34% en las municipales del 96 y a casi un 40% en las parlamentarias del 97.
Mientras las cifras que consigno se empinaban hace ya 10 años, algunos pensaron que esta era una razón para estar satisfechos, pues las leyeron como una señal de que los otrora polarizados ciudadanos chilenos podían dedicarse a gozar desaprensivamente de sus vidas privadas, porque la política marchaba razonablemente bien y en nada cambiaría radicalmente sus modos y estilos de vidas. Hoy, la magnitud de la no participación, ya no permite una mirada tan alegre. Esto es particularmente así porque si nada cambiara, salvo el inexorable paso del tiempo, el porcentaje de inscritos en los registros electorales sería en unos años igual a un cuarto de los potenciales ciudadanos. Exactamente un 24,45% de los chilenos mayores entre 18 y 29 años se encuentra hoy inscrito en los registros electorales. Reste Ud. a esa cifra un porcentaje razonable de abstencionistas y de votos nulos y podrá calcular que las cabezas que habremos de contar en las elecciones futuras podría llegar a la aterrante cifra de un quinto del total de ellas.
Las democracias occidentales -y la chilena no hace excepción en esto- recorrieron en los siglos XIX y XX el camino inverso al de los últimos 20 años que he consignado. El derecho a participar y ciertamente el derecho a sufragio ha debido conquistarse por muchos grupos excluidos con sangre, sudor y lágrimas, desde que los burgueses revolucionarios de la Europa del XVIII impusieran la idea de que todos hemos nacido libres e iguales. Sólo que “todos” para ellos aludía sólo a los hombres propietarios y letrados. En Chile, el voto fue también una cosa sólo de hombres alfabetos y acomodados (voto censitario) hasta bien entrado el siglo 19.
Hacia 1874 se expandió el voto a todos los hombres mayores de 21 años que supieran leer y escribir. De mujeres ni hablar hasta 1948, en que conquistaron el entonces llamado sufragio femenino luego de heroicas luchas. Recién para la elección de Eduardo Frei Montalvo votaron los analfabetos y los jóvenes consideraron una gran conquista haber reducido la edad para sufragar de 21 a 18 en 1967.
El camino de la inclusión de todos a la democracia puede relatarse como una heroica historia de éxitos democráticos a lo largo de los siglos XIX y XX. Un camino de luchas, con héroes y heroínas, con difíciles y costosas conquistas, en las cuales las mujeres, los pobres y los jóvenes de otrora pusieron energías admirables. Ese ferviente anhelo y pasión por participar, por ser parte del cuerpo electoral del que somos herederos y ha construido nuestra historia está hoy tan reducido que para 3 de cada cuatro jóvenes no vale el sacrificio de asistir a inscribirse en los registros electorales y salir a votar el día de una elección.
El asunto pasa por, pero es más serio que la mera cuestión del registro automático. ¿Cuantos de los jóvenes liberados de unas horas de molestia y registrados automáticamente irían a votar?
Sin duda Lipovetsky (La sociedad de la decepción) acierta cuando sostiene, que la negativa a votar refleja a veces descontento, decepción, desconfianza en relación con los candidatos o con el sistema político, también puede expresar falta de interés o la sensación de impotencia. Sea lo que fuere, los elevados índices de no participación contribuyen a la crisis de la representación democrática en esa que estamos sumergidosEn futuras opiniones y, sobretodo, en mi actuar, me comprometo a hacerme cargo y a hacer propuestas. Eso, supongo se espera de un político. Por ahora, y en ésta he querido registrar el problema y, desde luego, mi compromiso a dedicar mis mejores energías por enfrentar esta cuestión prioritaria, que juzgo como una crisis de la democracia chilena que no debe ser ni minimizada ni banalizada.
En las recientes elecciones municipales, de un universo electoral potencial de 12.000.000.- ciudadanos (entre los que no cuento a los que no residen en el país), más del 50% no participó o porque no se había inscrito en los registros electorales, o se abstuvo, mientras otro porcentaje concurrió a las urnas para anular su voto o no marcar preferencia alguna. La suma de no inscritos, abstencionistas y electores de nadie fue así más de la mitad del total de potenciales electores.
En el plebiscito de 1988, sólo un 12% de los mayores de 18 años se restó a optar por el sí o por el no. Esa cifra de quienes no emitieron votos válidos sobre el total de potenciales electores, subió al 15% en las elecciones presidenciales del año siguiente, al 27% en las municipales del 92, declinó al 21% y al 24% en las parlamentarias del 93, para volver a crecer a casi un 34% en las municipales del 96 y a casi un 40% en las parlamentarias del 97.
Mientras las cifras que consigno se empinaban hace ya 10 años, algunos pensaron que esta era una razón para estar satisfechos, pues las leyeron como una señal de que los otrora polarizados ciudadanos chilenos podían dedicarse a gozar desaprensivamente de sus vidas privadas, porque la política marchaba razonablemente bien y en nada cambiaría radicalmente sus modos y estilos de vidas. Hoy, la magnitud de la no participación, ya no permite una mirada tan alegre. Esto es particularmente así porque si nada cambiara, salvo el inexorable paso del tiempo, el porcentaje de inscritos en los registros electorales sería en unos años igual a un cuarto de los potenciales ciudadanos. Exactamente un 24,45% de los chilenos mayores entre 18 y 29 años se encuentra hoy inscrito en los registros electorales. Reste Ud. a esa cifra un porcentaje razonable de abstencionistas y de votos nulos y podrá calcular que las cabezas que habremos de contar en las elecciones futuras podría llegar a la aterrante cifra de un quinto del total de ellas.
Las democracias occidentales -y la chilena no hace excepción en esto- recorrieron en los siglos XIX y XX el camino inverso al de los últimos 20 años que he consignado. El derecho a participar y ciertamente el derecho a sufragio ha debido conquistarse por muchos grupos excluidos con sangre, sudor y lágrimas, desde que los burgueses revolucionarios de la Europa del XVIII impusieran la idea de que todos hemos nacido libres e iguales. Sólo que “todos” para ellos aludía sólo a los hombres propietarios y letrados. En Chile, el voto fue también una cosa sólo de hombres alfabetos y acomodados (voto censitario) hasta bien entrado el siglo 19.
Hacia 1874 se expandió el voto a todos los hombres mayores de 21 años que supieran leer y escribir. De mujeres ni hablar hasta 1948, en que conquistaron el entonces llamado sufragio femenino luego de heroicas luchas. Recién para la elección de Eduardo Frei Montalvo votaron los analfabetos y los jóvenes consideraron una gran conquista haber reducido la edad para sufragar de 21 a 18 en 1967.
El camino de la inclusión de todos a la democracia puede relatarse como una heroica historia de éxitos democráticos a lo largo de los siglos XIX y XX. Un camino de luchas, con héroes y heroínas, con difíciles y costosas conquistas, en las cuales las mujeres, los pobres y los jóvenes de otrora pusieron energías admirables. Ese ferviente anhelo y pasión por participar, por ser parte del cuerpo electoral del que somos herederos y ha construido nuestra historia está hoy tan reducido que para 3 de cada cuatro jóvenes no vale el sacrificio de asistir a inscribirse en los registros electorales y salir a votar el día de una elección.
El asunto pasa por, pero es más serio que la mera cuestión del registro automático. ¿Cuantos de los jóvenes liberados de unas horas de molestia y registrados automáticamente irían a votar?
Sin duda Lipovetsky (La sociedad de la decepción) acierta cuando sostiene, que la negativa a votar refleja a veces descontento, decepción, desconfianza en relación con los candidatos o con el sistema político, también puede expresar falta de interés o la sensación de impotencia. Sea lo que fuere, los elevados índices de no participación contribuyen a la crisis de la representación democrática en esa que estamos sumergidosEn futuras opiniones y, sobretodo, en mi actuar, me comprometo a hacerme cargo y a hacer propuestas. Eso, supongo se espera de un político. Por ahora, y en ésta he querido registrar el problema y, desde luego, mi compromiso a dedicar mis mejores energías por enfrentar esta cuestión prioritaria, que juzgo como una crisis de la democracia chilena que no debe ser ni minimizada ni banalizada.
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